Publicado el 20/03/2018 a las 02:12
Dice Ricardo Anaya que su lío inmobiliario y de lavado de dinero está cerrado pues lo ha explicado con peras y manzanas. Me temo que no. Que esto no es un asunto de frutas y legumbres sino de datos duros y documentos probatorios.
Anaya fue un influyente secretario particular del gobernador Francisco Garrido Patrón, en Querétaro, durante aquellos años en que se privatizaron los terrenos que —previo cambio de uso de suelo— sirvieron al propio Anaya y a sus socios, encabezados, por Manuel Barreiro, para realizar negocios inmobiliarios. Vendieron barato y se sirvieron de la plusvalía. Eduardo de la Guardia fue apoderado junto con Anaya de la cuenta bancaria de la Fundación Por Más Humanismo (del PAN) y fue también quien construyó, coincidentemente, el edificio sobre el terreno de la inútil fundación así como la nave industrial sobre el lote propiedad de Anaya y familia.
El hoy candidato presidencial afirma que le vendió a un “prestigiado” arquitecto queretano, Juan Carlos Reyes, su nave industrial. Pero obra en escrituras públicas inscritas en el registro público de la propiedad de esa entidad que la empresa compradora, Manhattan Master Plan Development, se constituyó con 10 mil pesos, 51 días antes de la operación, y cuyos socios fundadores son el chofer de Barreiro y la esposa de su contador. Por cierto, esa sociedad fue calificada definitivamente como empresa fantasma, según publicación reciente del Servicio de Administración Tributaria en el Diario Oficial de la Federación. Y la mentira de que el arquitecto Reyes fue el adquirente quedó más que exhibida por el Notario Público aludido, Salvador Cosío.
Ricardo Anaya sostiene que la compra de su terreno y la edificación de la nave industrial las hizo con un crédito hipotecario sobre su casa, con un financiamiento de su desarrollador (Barreiro) y con “ahorritos” de su dieta como diputado federal. Ello mientras su familia vivía, a todo lujo, en Atlanta. No ha sido capaz de mostrar un solo documento que pruebe su dicho. Más aun, una vez recibidos los 54 millones de pesos (dinero que pasó por nueve empresas de cinco países) ese mismo día compró otro lote, en ese parque industrial de su compadre Barreiro, por más de 23 millones de pesos.
Como dijo Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos: “Si es necesario investigar, es mejor investigarlo cuando es candidato que cuando es presidente”. Y mientras un nutrido grupo de intelectuales exigían al presidente Peña Nieto evitar el uso de las instituciones del Estado para perseguir políticamente al candidato, pidieron que “si hay pruebas contundentes sobre la responsabilidad legal de Ricardo Anaya, exhortamos a que la autoridad ministerial proceda en consecuencia”.
En suma: lo que no se vale es que Ricardo Anaya se asuma como víctima de una persecución política cuando ha sido su propia conducta la que lo tiene en medio de una red de lavado de dinero. Ciertamente, no quiero ver a una Procuraduría General de la República enlodada en el proceso electoral. Pero tampoco es sano tener a una autoridad ministerial inhibida por la presión de un grupo de políticos y activistas cercanos a quien pasó de ser el “joven maravilla” a un vulgar estafador.
Senador de la República con licencia